En el amanecer del 25 de julio de 1822 la goleta de bandera peruana “Macedonia” ingresó en la ría de Guayaquil, en ella llegaba José de San Martín a la cita convenida con Simón Bolívar en esa ciudad. Bolívar estabas allí desde el 11 de julio, en franco uso de la manu militari, había puesto Guayaquil bajo la protección de Colombia y mandó a izar el tricolor grancolombiano, su actitud causó el disgusto de buena parte de la población y de sus máximos representantes, quienes exigieron respeto al derecho de la autodeterminación. Precisamente la situación futura de la Provincia de Guayaquil era uno de los temas a tratarse. De acuerdo con la cédula real de 1803, el Gobierno de Guayaquil retornaba al control total del Virreinato del Perú.
Motivados por la corriente emancipadora y la llegada del General José de San Martín con la
Expedición Libertadora del Perú y el control sobre el poderío naval español en el Pacífico
gracias a la Campaña de Thomas Cochrane, el 9 de octubre de 1820, estalló de sublevación de Guayaquil, bajo la dirección política de José Joaquín de Olmedo, declarando su independencia de España.
Más tarde, en el mismo año, se creó una nueva nación denominada Provincia Libre de Guayaquil, cuyo presidente fue Olmedo. Ante la amenaza del avance realista, pidió
colaboración a Simón Bolívar para asegurar la independencia de la ciudad y seguir la liberación de la Real Audiencia de Quito. Bolívar envió al general, Antonio José de Sucre, con cientos de soldados en pro de la causa patriótica. El 24 de mayo de 1822, Sucre derrotó a los realistas en la Pichincha y ocupó Quito el día siguiente. Quito y Cuenca se anexaron rápidamente a la Gran Colombia. Olmedo ratificó la decisión del pueblo guayaquileño de mantenerse independiente y se negó a la integración colombiana, lo cual generó roces diplomáticos con Bolívar, y ante una eminente invasión, envió cartas al libertador San Martín para que interceda en el conflicto, peor antes de que este pudiera intervenir Bolívar ocupo Guayaquil y destituyó a sus autoridades.
Tan pronto divisó la costa, San Martín, envió a tierra firme a uno de sus edecanes a dar aviso de su presencia a Bolívar. Aún a bordo, San Martín recibió la primera comunicación de su anfitrión: “En este momento hemos tenido la muy satisfactoria sorpresa de saber que V.E. ha llegado a las aguas del Guayaquil. Mi satisfacción está turbada, sin embargo, porque no tendremos tiempo para preparar a V.E. una mínima parte de lo que se debe al Héroe del Sur, al Protector del Perú”. Al día siguiente, bajó a tierra con su comitiva. Bolívar lo esperaba en la casa Luzurraga. Al fin se conocían los libertadores del Norte y del Sur: había llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa y resolver cómo terminar la guerra americana que llevaba ya doce años. Cara a cara, los dos hombres más poderosos de América se aprestaban a enfrentar su propio destino.
Sin embargo, la situación de ambos no era la misma. Bolívar llegaba a la cita entonado por las recientes victorias de Riobamba y Pichincha, que aseguraron la libertad del territorio del
Ecuador y su anexión a la Gran Colombia. San Martín, en cambio, atravesaba un momento
difícil en lo político y militar. El año anterior había entrado en Lima y declarado la
independencia del Perú, pero los realistas se habían hecho fuertes en el interior y no contaba con fuerzas suficientes para enfrentarlos. El gobierno de Buenos Aires hacía tiempo que le había quitado el apoyo.
Bolívar le había escrito diciéndole que “la guerra en Colombia está terminada, su ejército está pronto para marchar donde quiera que sus hermanos lo llamen, y muy particularmente a la patria de nuestros vecinos del Sur”. La expectativa sanmartiniana era, entonces, lograr el concurso del ejército bolivariano para asestar el golpe final al enemigo, el objetivo que lo desvelaba. Confiaba en que Bolívar retribuiría el gesto que él había tenido cuando envió parte de su ejército y sus mejores oficiales a reforzar las huestes bolivarianas. Sin embargo, no fue así. El apoyo que Bolívar estaba dispuesto a dar no alcanzaba para emprender con éxito el último tramo de la guerra. Para facilitar las cosas, San Martín ofreció ceder la jefatura y quedar como segundo de Bolívar, quien declinó el ofrecimiento. Al cabo de tres reuniones a solas en los dos días que duró aquella entrevista, San Martín comprendió que era inútil insistir en su planteo y decidió dar un paso al costado. Si bien no casi nada de lo hablado trascendió las diferencias de carácter, personalidades y pensamientos quedaron expresadas en el brindis de despedida
“—Brindo por los dos hombres más grandes de la América del Sur, el general San Martín y yo —exclamó Bolívar.
—Brindo por la pronta conclusión de la guerra, por la organización de las diferentes repúblicas del continente y por la salud del Libertador de Colombia —replicó San Martín.
Apenas comenzado el baile que se prolongaría hasta la madrugada, el visitante decidió
emprender el regreso. Bolívar lo acompañó hasta el malecón; tras el abrazo de despedida, sacó de entre sus ropas una miniatura de marfil con su retrato y se la entregó en testimonio de amistad. Aquella imagen sería conservada por San Martín hasta el final de sus días. No volverían a verse. San Martín regresó a Lima y renunció al Protectorado del Perú, convocando al Primer Congreso Constituyente de la República del Perú, el 20 de septiembre de 1822, el mismo día de la instalación de dicho congreso, montado a caballo, se dirigió a Ancón, al norte de Lima, y el día 22 de septiembre, en el bergantín “Belgrano”, se embarcó rumbo a Valparaíso. Comenzaba a recorrer su largo exilio. Con el campo despejado, el capítulo final de la guerra americana quedaba en manos de Simón Bolívar, quien solamente una vez que San Martin dejo el Perú envió sus tropas para culminar la misma en Ayacucho, en diciembre de 1824.
Lo hablado en aquella entrevista permaneció en secreto hasta que, en 1843, el capitán francés Gabriel Lafond de Lurcy publicó una carta de San Martín dirigida a Bolívar un mes después de la reunión, en la que aludía a lo tratado. Puede que Lafond la publicara con la anuencia del Libertador, quien, muerto ya Bolívar, se consideraba liberado de guardar silencio. Un año más tarde, en 1844, Juan Bautista Alberdi incluiría en un ensayo la misma carta. Desde Venezuela se negó la autenticidad del documento.
“Estimado general:
Le escribiré no sólo con mi franqueza natural sino con la que exigen los grandes intereses de América. Los resultados de nuestra entrevista no son los que yo tenía previstos para dar un final rápido a la guerra. Por desgracia, estoy completamente convencido de que o bien usted no ha estimado sincero mi ofrecimiento de servir a sus órdenes con las tropas a mi mando, o mi persona le resulta molesta. Las razones que usted adujo –que su tacto no le permitiría nunca darme órdenes y que, aunque ése fuera el caso, el congreso colombiano no lo autorizaría a separarse del territorio de Colombia- no me han parecido muy plausibles. La primera se contradice por sí sola. En cuanto a lo que a la segunda se refiere estoy convencido de que, si usted expresara sus deseos, encontraría aprobación unánime, puesto que el objetivo es terminar la campaña que iniciamos y en la cual estamos comprometidos, con su cooperación y la de su ejército, y de que el honor de llevarla a término recaería en usted y en la república que usted preside. No se deje caer en engaños, general. Las noticias que usted tiene sobre las fuerzas realistas son erróneas: entre el Alto y el Bajo Perú suman más de 19.000 veteranos, que pueden reunirse en dos meses. El ejército patriota, diezmado por las enfermedades, no estará en condiciones de mandar al frente a mas de 8.500 soldados, gran parte de ellos reclutas rasos. La división del general Santa Cruz (cuyas bajas según él mismo me dice no han sido reemplazadas a pesar de su insistencia) experimentará considerables pérdidas en su larga marcha por tierra, y no contribuirá en nada en esta campaña.
La división de 1.400 colombianos que usted está mandando hará falta para guarnecer El Callao y mantener el orden en Lima. En consecuencia, sin el respaldo del ejército que usted dirige, la operación planeada a través de los puertos (Guayaquil, etc.) no tendrá las ventajas que podrían esperarse, a menos que fuerzas poderosas puedan arrastrar al enemigo a cualquier otra parte. Y, de esa manera, la lucha se prolongará indefinidamente. Digo indefinidamente porque estoy convencido de que sean cuales sean las dificultades de guerra actual la independencia de América es irrevocable. Pero también estoy convencido de que la prolongación de la guerra será la ruina de los pueblos y es un deber sagrado de los hombres, en cuyas manos descansa su destino (el de América), evitar que continúen sus males. Sea como sea, general, mi decisión está irrevocablemente tomada. He convocado al primer congreso de Perú para el día 20 del mes próximo y, al día siguiente de su instalación, me embarcaré rumbo a Chile, convencido de que mi presencia es el único obstáculo que le impide a usted venir a Perú con el ejército a sus órdenes. Para mí habría sido el colmo de la felicidad terminar la Guerra de la Independencia a las órdenes del general a quien América debe su libertad. El destino ordena otra cosa y debemos resignarnos a él.
Como no tengo duda de que el gobierno peruano que se establezca cuando yo me haya ido
solicitará la cooperación activa de Colombia y de que usted no podrá negarse a tan justa
demanda, le mandaré una lista de todos los oficiales cuya conducta, tanto militar como
privada, pueda recomendar a usted. El general Arenales quedará al mando del ejército
argentino. Su honestidad, su coraje y sus conocimientos lo hacen merecedor de todas las
consideraciones que usted tenga con él. Nada diré de la anexión de Guayaquil a la Republica de Colombia. Permítame, general, decir que no creo sea de nuestra incumbencia decidir asunto tan importante. Al terminar la guerra lo habrían decidido los respectivos gobiernos, sin los conflictos que ahora pueden resultar para los intereses de los nuevos estados de Sudamérica.
Le he hablado, general, con franqueza; pero los sentimientos expresados en esta carta
quedarán enterrados en el más profundo silencio. Si se conocieran, los enemigos de nuestra libertad podrían aprovecharse de los motivos de nuestros pesares; los intrigantes y ambiciosos sembrarían la discordia. Con el mayor Delgado, portador de esta carta, le envío una escopeta y un par de pistolas, junto con mi caballo, que le ofrecí en Guayaquil. Acepte, general, este souvenir de su más ferviente admirador.
Con estos sentimientos y la esperanza de que usted tenga la gloria de poner fin a la guerra de la independencia de Sudamérica, su seguro servidor:
José de San Martín”
Simón Bolívar falleció el 17 de diciembre de 1830, camino al destierro. San Martín murió en
Francia el 17 de agosto de 1850.
El sueño de la Patria Grande había quedado atrás.
Elías Antonio Almada
Correo electrónico: almada-22@hotmail.com
Fuentes: Harvey Robert, Los Libertadores: La lucha por la independencia de América Latina
1810-1830. Traducción Aguilar, Carmen. 2002. RBA. Barcelona. págs. 224-225. Esteban
Domina, historiador a través de su página de Facebook.
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