Un arco histórico que hoy es vereda

 

En el minuto 19, Lucien Laurent pisó el área como el goleador estrella que era del fútbol francés. Las medias firmes, pesando casi igual que esos zapatos todos de cuero. El pantalón abrazado a la cintura por un hilo grueso, blanco, acompañó el movimiento del pie derecho cuando salió veloz, como palanca, hacia la dura pelota de cuero, tiento y barro. La red del arco que defendía el mexicano Óscar Bonfiglio la sostuvo, la calmó. Ese fue el momento del primer gol en la historia de los mundiales.

Se jugó en Uruguay, en el 1903, en Montevideo y el escenario del primer encuentro y el primer grito fue el viejo estadio de Pocitos de Peñarol, donde hoy es el barrio clasemediero. Los otros dos estadios eran el Centenario y el Parque Central.

De Europa llegaron Yugoslavia, Francia, Rumanía y Bélgica. Venían aun cargando la cruenta Primera Guerra Mundial, esa que nos contaron nuestros viejos porque sus padres la pelearon antes de venirse para acá, con parientes lejanos que nunca conocimos, muertos en esas espantosas trincheras de madera y barro. Pero acá hablamos de fútbol. Y ellos venían para olvidarse de eso.

Acá lo esperaban el local, Argentina, Brasil, Chile, Bolivia, México, Paraguay, Perú y Estados Unidos.

La historia cuenta que se formaron cuatro grupos, uno de ellos conformado por cuatro equipos y el resto de tres. La final fue entre el local y los nuestros, con victoria de la Celeste 4 a 2.

Todo es historia. El estadio del primer partido y el primer grito no existe. Pero un investigador uruguayo, arquitecto y futbolero, Héctor Enrique Benech, se encargó de recuperar el lugar de ese gol, del comienzo del espectáculo deportivo más convocante del mundo.

Hoy, el lugar donde el arco que recibió el primer gol es recordado por una figura de Metal y cemento que semeja uno de sus palos, con una leyenda a los pies, frente a una casa del barrio.  Las calles de adoquines le ganaron al piso de tierra y pasto de esa cancha de antaño, algunas manchas de aceite corren como pegadas a una raya imaginaria, marcando, acaso, el ingreso al área. Los árboles, algunos raídos en tiempos impiadosos, parecen ser fantasmas de tribunas de tablones y acero. Pero están ahí.

Si van a Montevideo, busquen por avenida Coronel Alegre, entre Charrúa y Silvestre Blanco. A medida que se acercan parece que las boleterías se van abriendo a la multitud que entra rápidamente para ganar su lugar en el tablón. Si agudizan el oído escucharán el pitazo inicial y poco después, el zapatazo de Lucient entrando a la historia pero no al olvido. El goleador, a su regreso, padeció la prisión del nazismo pero se repuso y continúo su carrera unos años más.

El fútbol no olvida estas cosas porque nos recorre por generaciones enteras, nos trae a nuestros viejos, nuestros abuelos, a esos viejos parientes que quedaron en el barro de la guerra primera. El primer gol está ahí, esperándonos para gritarlo otra vez.